Escenas de escritora - El paraíso perdido


Los azulejos, recién abrillantados,  procedentes de su segundo viaje a las islas griegas, resplandecían más bellos que nunca. Múltiples  racimos de flores, rojas, amarillas, naranjas, todas ellas enraizadas en tiestos amarillos, cubrían las paredes reflejándose ufanas en la cerámica. Helechos centenarios, tapando cada esquina, doblando sus hojas por el peso de su grandeza. Presidiendo, el centro del patio, un pozo, que durante siglos, adornado a sus pies por dos cántaros de barro  majestuosos, dio de beber a tantos insignes caminantes. 
En la pared frente a la entrada, una puerta en arco pintada de azul con celosías árabes, que jugando con la luz directa de los rayos del sol de la estancia a cielo abierto, llenaba de estrellas el empedrado del siglo XV. Del lateral derecho el sonido contundente, del fundirse del agua en una fuente a pies de suelo, con dibujos verdeazulados de una higuera en su frontal, el árbol de la vida.   Salteadas, como si estuvieran fuera de su orden natural,  cuatro mecedoras de madera tapizadas en blanco. Cada una de ellas, con un cojín relleno de plumas y un bordado de pájaros exóticos.  Olor a manzanilla, hierbabuena, albahaca, tomillo, romero, ramilletes asentados en grandes macetones a orilla de la pared izquierda, trepando hacia dos ventanas compañeras de procedencia de la puerta azul con celosías. A dos metros de los macetones un gran mesa de madera de roble oscura con bancos, presidida por un enorme cesto de frutas. 
La puerta de entrada de dos metros por tres, madera maciza, cedió. Mariana, sigilosamente empujó el ala derecha y traspasó el marco de la pesada guardiana. Recordó sus piernas ágiles del pasado, su fuerte empuje, sus ansias de llegar hasta aquel lugar, dónde nacieron los besos más dulces de su juventud. Qué lejos en el tiempo, que cerca del corazón aquellos besos. 
Traspaso el umbral y cerró con todo su cuerpo, apostando sus brazos y su pecho contra la puerta, dando la espalda a lo que solamente eran visiones del pasado. Con la frente apoyada en la celosa custodia de roble, suspiró profundamente mientras una lágrima rodó por su rostro hasta caer en el empedrado y ser absorbida instantáneamente. Con brío, con coraje, sacando todas sus fuerzas, se giró y contempló lentamente, a través de la neblina salada de sus ojos, cada centímetro del patio. Y a cada centímetro, superando la pequeña taquicardia, relajaba sus recuerdos bajando el ritmo de su respiración. 
Se dirigió hasta una de las mecedoras, se arrodilló ante ella y  con manos de amante acarició cada uno de sus reposa-brazos. Como si él aun estuviese allí sentado, desnudo, dibujando, imaginado el perfil de su cuerpo, alborotándole el espeso cabello negro, besando el cojín con sus labios tibios, cerrando los ojos para sentir el áspero hilo que bordaba las plumas de un faisán dorado con su lengua. 
— ¡Basta! – Gritó – ¡Basta por Dios!
Y de un salto se irguió, limpio su rostro, su nariz menuda. Colocó sus cabellos orgullosamente. Recorrió la estancia, firme, segura. Repasando el estado de cada azulejo, de cada ventana, de cada una de las macetas. Puso cada mecedora en su lugar. Se acercó al romero, tronchó un buen matojo y sacando una caja de cerillas de su bolsillo, lo prendió dejándolo repostado, sobre el cojín de su último beso.
Después, sin volver la vista atrás, con la dignidad de quien lleva años esperando lo imposible y finalmente acepta su rendición, atravesó por última vez la puerta de su paraíso perdido.  











12 de marzo de 2012


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El Miedo raíz de todos los miedos: "Verse a uno mismo"



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